Nací en 1934 en Caballito Sur, zona que
perteneció a nuestro barrio hasta fines de los sesenta. Y para mí y los otros chicos
de mi barra, toda la vida se resumía a lo que pasaba en Estrada entre Av. La
Plata y Senillosa. Porque se respetaba el espacio de las otras barras,
principalmente las esquinas donde paraban chicos o chicas de doce o trece años,
que ya usaban pantalón largo o tacos, según cada caso. De esa época recuerdo
los “picaditos” eternos, durante los cuales tratábamos de no mandar nuestra
“pulpito” a la casa de Doña Concepción, porque sabíamos que de ahí no volvía
más. Para esos casos teníamos maneras de recaudar plata para volver a comprar
la pelota. Por ejemplo, nos colábamos en la cancha de San Lorenzo para juntar
las marquillas de cigarrillos. Separábamos el aluminio y se lo vendíamos al
padre de Miguel, que era herrero. Otro rebusque era repartir los programas del “Real
Palace”, cine apodado “El Tachito”, que quedaba en Asamblea y Doblas. Todo esto
sucedía mientras gambeteábamos el humo que salía de la chimenea de la fábrica
de aceite “Ricoltore”, que quedaba en Av. La Plata, entre Zuviría y Tejedor.
Al momento de cursar el sexto grado ya estaba
instalado en mi domicilio actual de Thompson y Valle (que antes se llamaba Don
Cristóbal). Recuerdo subir la azotea de casa y ver los árboles de la Av. Pedro
Goyena. Si miraba hacia el sur veía el edificio de la Municipalidad de Lomas de
Zamora. En diagonal a nosotros vivía Jorge, con quien remontaba barriletes. Su
casa fue la primera que se edificó en lo que había sido la chacra de Villar. De
hecho, su tía María Martins contaba que para llegar desde ahí a la estación
Primera Junta se tenía que cruzar por el medio de un maizal.
A mediados de los cuarenta aún quedaba una
fracción de lo que había sido la quinta de Correa. De hecho, al pasaje Bertres
lo hicieron para poder lotear ese terreno. Recuerdo que saltábamos el paredón para
llevarnos duraznos… El barrio tenía aire campero pero también sus palacetes. Y
varios terrenos baldíos como la cancha de Bonini o la quinta de Mattos, que
llegué a ver cubierta de hortalizas, y que ocupaba la calle Acoyte entre
Avellaneda y Felipe Vallese (antes era la calle Tramway). En el descampado que
era entonces Rivadavia y Giménez, donde ahora está el shopping, se instalaba una
vez al año el “Gran Circo Norteamericano”. Tardaban un día y pico en armarlo, y
cuando pasaba eso se corría la bola entre los chicos del barrio: “¡llegó
Camacho!” avisaba alguno, y todos íbamos a ver al “hombre más alto del mundo…”

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