AQUELLAS NOCHES DE VERANO*

Foto: Horacio Coppola.
Por la noche, ya satisfecha la hora de la comida, se echaban todos a la calle; las sillas se acomodaban en la vereda y en tanto que algunos tomaban mate con hojitas de cedrón, otros, obsequiosos, hacían correr la jarra con cerveza. Las mujeres preferían el “agua panada” o la llamada “sangría”, compuesto casero de aquellos días, en el que entraban agua, vino, azúcar y limón.
A lo largo de la cuadra era notable el movimiento de pañuelos, de abanicos y pantallas. Las niñas jugaban a la ronda entonando canciones propias de la edad, y los chicos se entretenían con el “Oficio mudo”, un juego de mímica, o corrían con otros llamados “rescate”, “cachurra monta la burra” y “vigilante y ladrón”.
Eran aquellas las noches sofocantes de los veranos porteños, con todas las molestias de mosquitos y polvo espeso levantado por los vehículos que rodaban sobre las calles que aún carecían de pavimento sólido. En la vereda, los hombres formando pequeños grupos charlaban a cuál más y mejor; allí se hablaba del fantasma que aparecía en la quinta cercana; del gobierno de Roca; de la bravura de Juan Moreira; de la “cuadrera” que se correría el domingo próximo, y de los grandes tribunos que habían sido Adolfo Alsina y Leandro N. Alem. Entre las mujeres mayores eran otros los asuntos: las curaciones milagrosas de Pancho Sierra y la Madre María; las posibles causas del suicidio de alguna muchacha conocida; el mejor remedio para curar la jaqueca y cómo terminaba la última entrega de la novela “La mártir de su honra”, de Luís de Val. Alguna noche los interrumpía la intención premeditada del muchachón que voceaba “El Picaflor Porteño”, especie de publicación chismográfica alimentada por galanes desdeñados y algún corresponsal oficioso que se ocupaba de ilustrarla con los cuentos bochornosos de la vecindad. (…)
En algún balcón bajo, la niña cuya posición la apartaba de la compañía de las comadres, estaba interesándose por el mocito bien trajeado que comenzaba a rondar por allí. En ocasiones sucedía que el galán era un desconocido, razón para que el celo “localista” le tomara olor a forastero. Y esto era lo peligroso. (…)
Igualmente en aquellas noches era infaltable la presencia del musicante de organito portátil, acompañado por algún inválido con su muleta encargado de recoger las pocas monedas que se les solía dar. El otro no hacía más que dar vueltas a la manija del aparato y de éste salían trozos de “La verbena de la paloma”, de “La Dolores” o del vals “Sobre las olas”…  

*Fuente: “Recuerdos de Buenos Aires” (Ricardo M. Llanes).

Comentarios