LA PULPO


La pelota se volvía eterna en el cielo. Recuerdo que había un segundo que desaparecía por el reflejo del sol que impactaba sobre el esférico. Mi objetivo era no perderla de vista durante su trayecto en el aire. Tenía que tener bien en claro su caída para entrarle de lleno. Durante el día practicaba con diferentes elementos que mantenían un peso similar al balón. A veces, hasta recurría a la simple ilusión e imaginaba los más bellos desenlaces.
El sol se iba apagando y la arena fresca me daban el indicio que el instante se acercaba. Yo me sentaba en la orilla mirando para ambos lados deseando con ansiedad que aparezca esa hipnótica pelota pulpo. En esa espera sólo me quedaba hacer garabatos en la arena para parecer indiferente al momento.
Había días que la desilusión se llevaba la tarde. Pero ese día no iba a ser el caso. Pedro y su padre se hicieron presentes en el falso campo de juego con la deseada “rebotera”. La pulpo se ganó ese apodo gracias al plástico que recubría la cámara de la pelota y producía que picara de manera descontrolada haciéndose difícil para los arqueros.
Detrás de la llegada de Pedro y su padre (los eternos rivales) se hacía presente mi padre y co-equiper. Nuestro historial se traducía en catorce derrotas consecutivas y cerro victorias a favor. El cabeza se jugaba arrodillados en la arena y consistía en pasarle con la mano la pelota a tu dupla para que cabeceara intentando batir el arco contrario. Los arcos se armaban con montoncitos de arena a una distancia relativamente cercana. El partido era a sólo tres goles por eso la concentración debía ser máxima.
Yo sentía que ese era nuestro día, la confianza me invadía, por eso en la primera pelota que me pasó mi viejo le metí un frentazo a la pulpo que se le hizo imposible detener a Pedro. Con mi viejo cruzamos mirada y entendimos que teníamos que cortar la racha. Zafamos jugadas complicadas, atajando pelotas difíciles e incontrolables. Al siguiente ataque nuestro, lo vi a mi viejo estirarse en lo alto como nunca antes en su vida y colocó un cabezazo que se escurrió entre las manos del padre de Pedro. ¡Era el primer gol que le veía hacer en su historia! Creo que la emoción y el impacto por el instante sucedido provocó una desconcentración en la dupla que nos llevó finalmente a perder el partido por 3 a 2.
Pedro y su padre se fueron victoriosos una vez más adjudicándose su decimoquinto triunfo. Con mi viejo nos miramos despatarrados en la arena, un poco idos por cómo se nos había escapado un partido que en nuestro sentimiento lo teníamos en el bolsillo. Mientras se volvía a colocar el aparato de fierro en la pierna derecha que le permitía caminar desde los cuatro años, le vi escaparse una sonrisa diferente. Sabía que estaba recordando su mítico gol. Lo ayudé a levantarse, le alcancé el bastón canadiense y nos fuimos caminando muy despacio a casa.
AGUSTÍN MAICAS

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