CÓMO Y CUÁNDO APRENDÍ A MIRAR EL SOL


Foto: Federico Pozzi.
Siempre lo miro desde que aprendí a verlo.
Me entusiasma admirar con que seguridad y fuerza ocupa su lugar tiñendo el cielo de un intenso rojo usando, para tal, fin una amplia paleta de colores.
Pero también quedo absorto cuando, después  de haber recorrido todo su camino, se despide volviendo a utilizar este mismo color, sin repetirse jamás.
Hoy recuerdo perfectamente que, siendo niño, el sol también existía, pero yo no lo conocía, no lo valoraba, aceptaba su existencia como algo natural sin pensar en el cómo y el porqué. Tanto es así que en los largos meses del invierno europeo, cuando el cielo permanece encapotado por densos nubarrones y, muy de vez en cuando, asoma el sol como por un pícaro capricho, no recuerdo haberlo extrañado.
Creo que aprendí a mirar el sol y apreciarlo, recién en nuestro definitivo exilio,
en La Pampa Argentina.
Allí  hice conciencia de que existe y que su poético nacimiento puede llegar a atraer tanto a sus incondicionales admiradores como a los que lo saludan con una maldición, teniendo en cuenta meses – a veces muchos meses-  de un sol abrasador, sin la bendición de una lluvia generosa.
Pero ahí, en La Pampa, en esa inmensa llanura, sin árbol a la vista, comencé a mirar al sol.
Esta costumbre me quedó luego de trasladarme, debido a las malas cosechas y el desamparo que sufrían los colonos, a Buenos Aires. 

He vuelto a mirar el sol.
Distinto, creo que debería decir que descubrí otra faceta.
A este sol que anuncia el futuro, que emerge todos los días con una energía que parece inagotable, que ofrece al mundo esperanzado su mensaje de progreso, luz y alegría.
A este sol, cuando termina su recorrido lejos en el horizonte,  se despide con un espectáculo  prometiendo nuevas hazañas.

He visto al sol bañándose en el mar.
Lejos, muy lejos, en el infinito donde se desdibuja la diferencia entre el cielo y el mar,
el sol, con una soberbia actuación y prometiendo un nuevo amanecer, se sumergió, envuelto en un color rojo intenso, en el mar.

Me querían  tapar el sol.
Siempre trataron de hacerlo pero ahora tomé conciencia de ello.
Ocurre que nuestro departamento estaba ubicado en una esquina frente una avenida que bordeaba a uno de los característicos parques de Buenos Aires. Una de nuestras ventanas daba a una calle lateral, poco transitada, cuyas casas, constituidas por planta baja y terraza que no solamente ofrecía otro aspecto muy particular del parque y del barrio, sino que era el lugar donde estaba el sol de la mañana.
He sacado innumerables fotos del espectáculo que ofrece la naturaleza al despuntar el sol y nunca y en ningún momento he visto una repetición. Fue una permanente creación, una búsqueda de la perfección dentro de la belleza inusitada.
Cada aurora era un despertar, un alerta de que el mundo es hermoso, la vida linda y que había que hacer algo para que de este goce disfrutara nuestro pueblo. 

A ese símbolo de poder, de energía y de equilibrio, me lo querían robar.
Plantaron frente a mi ventana un edificio con innumerables pisos que, en sus blancas paredes, reflejaba el sol de la tarde.
Pero…no lograron su cometido, quedaba un hueco, un hueco por donde se filtraba la alegría y el porvenir.
No obstante no descansaron y presurosamente plantaron otro edificio.
Con este sí lo lograron.
Ya nunca más podré ver este espectáculo increíble, renovador, siempre cambiante del sol naciente.
Trataron de robarme la alegría, esconder la belleza.

Hemos cambiado de táctica.
Cada vez que podemos, nos alejamos un poco de los rascacielos y, mayormente en soledad, esperamos el espectáculo de los siempre nuevos amaneceres y crepúsculos.

                                                                                                      ALEX SZARAZGAT

Comentarios