DE MATES COCIDOS, BESOS Y CORRECAMINOS*



Así como en la infancia uno concede su amistad incondicional ante la pregunta “¿querés jugar?”, Walter Espósito y yo nos hicimos amigos. Walter era el hijo de Estela, la señora que desempeñaba tareas domésticas en mi casa. Ocupaban una casona semiderruida en diagonal a la casa en la que vivía con mi familia. Walter tenía mi edad y la madre lo traía porque no tenía con quién dejarlo.
Walter y yo íbamos al colegio a la mañana y las tardes de aquellas épocas estaban compuestas de dibujos animados, meriendas y carreras en el patio. Habremos tenido ocho años cuando a Walter se le ocurrió poner en duda que medíamos exactamente igual, porque así era, para esa edad éramos exactamente iguales de estatura. El decía que era más alto, y yo negaba esa afirmación rotunda y categóricamente. Fue entonces cuando decidimos que lo mejor era medirnos. Era una de esas tardes soleadas en las que se sospecha la inminente llegada del verano. Estábamos en el patio, parados en medio del pasto y con el sol pegándonos de lleno en la cabeza, la cara y los brazos. Nos enfrentamos y comenzamos a acercarnos lentamente. Me acuerdo que Walter había puesto su mano por encima de nuestras cabezas para comprobar quien de los dos era él más alto. Ahí estábamos, frente contra frente, nariz contra nariz y boca contra boca. La mano de Walter por sobre nuestras cabezas. Podríamos haber dado por finalizado el experimento en ese momento, mediamos exactamente lo mismo. Pero no. Nos quedamos así un rato. Mi respiración se empezaba a hacer cada vez más densa producto del calor, el sol y la proximidad con Walter. Mi vista intentaba sin éxito focalizarse en sus ojos. Ante esa cercanía apenas divisaba un todo borroso en el que se mezclaban sus pupilas con el marrón de sus ojos.
No sé a quién de los dos nos ganó primero la curiosidad o la urgencia. Lo que se es que en medio de aquel sol cada vez más ardiente, los labios de Walter se encontraron con los míos regalándome una tibieza húmeda que jamás había sentido. Así estuvimos entrelazados por unos segundos que no responden a ninguna medida de tiempo, hasta que nos separaron de un solo golpe los gritos de Estela avisándonos que ya estaba lista la merienda.
- “¿Qué estaban haciendo?”, nos preguntó Estela cuando entramos al comedor.
- “Le estaba mostrando que yo soy más alto que ella”,  respondió Walter.
No dije nada y me senté frente a mi taza de plástico rebosante de humo y mate cocido. Prendimos la tele y vimos al Correcaminos como todas las tardes.

LUCÍA VAZQUEZ

*Publicado originalmente en nuestra edición Nº 26 (marzo/ abril de 2008)

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