EL CLUB DE LA FAMILIA


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Nuestra familia se hizo socia del Club Italiano al comenzar el año 1984. Nos motivaba, más que nada, la colonia de vacaciones para nuestros hijos. Tenía una excelente reputación, y fuimos sometidos a una serie de entrevistas para finalmente ser aceptados como socios en esa época. Lógicamente, la colonia tuvo que esperar hasta el verano siguiente. Pero nosotros fuimos entusiastas concurrentes a la sede social de la calle Rivadavia. Y allí comenzamos a tejer amistades que todavía hoy perduran. Matrimonios con hijos de edades similares a las de los nuestros fueron, en poco tiempo, compañeros inseparables de fines de semana y días festivos del calendario. No nos perdíamos actividad que fuera de nuestro interés. Nuestro segundo hogar nos albergaba desde los viernes por la tarde hasta los domingos en la noche, y cada fin de semana se repetía la rutina que todos ansiábamos.
Lo bueno del club era que nos permitía a grandes y a chicos hacer actividades paralelamente, sin por ello descuidar la unión familiar. Así, todos los viernes alrededor de las siete de la tarde nuestra familia se instalaba en el club. Torneos de bowling, cenas, interminables partidos de truco, y charla y café para los grandes; fútbol, mancha, escondidas, guerras galácticas, cenas, muchas gaseosas, alguna que otra pelea, alguna que otra trompada, para los chicos.
Y todo esto en el marco de contención que brindaba el club y todos sus colaboradores, algunos de ellos hoy fallecidos, pero imborrables en la memoria de todos. Travesuras interminables que eran soportadas por estos estoicos trabajadores, algún que otro reto para los padres de parte de algún miembro de la Comisión Directiva, y la alegría y el bienestar que proporcionaba la institución siempre presente.
Como decía, nuestro fin de semana comenzaba el viernes por la noche, hasta bien entrada la madrugada. Seguía el sábado a partir de las cinco de la tarde y muchas veces se prolongaba hasta que el sol ya había asomado completamente en el pedacito de patio que se veía desde el Salón de Cartas. Recuerdo que en cierta oportunidad, cuando decidimos que ya estábamos cansados de jugar y charlar, y emprendimos la retirada alrededor de las cuatro de la madrugada (todavía de noche), la hijita de una integrante del grupo preguntó: ¿por qué nos vamos si todavía es de noche? Y también recuerdo las noches en las que nos sorprendía una tormenta terrible y la avenida Rivadavia se inundaba en todo su ancho, y el agua se escurría de la escalinata del Parque Rivadavia, semejando las Cataratas del Iguazú, y entonces los “maridos” iban a buscar los autos estacionados en las inmediaciones y para que “las mujeres y los niños” no nos mojáramos, subían las máquinas a la vereda y estacionaban en la puerta del club. Ante la mirada atónita de los pocos transeúntes que circulaban a esas horas… Y recuerdo también las veces en las que buscábamos desesperadamente a los chicos porque hacía tiempo que no se nos acercaban “a pedir plata”, y los encontrábamos jugando debajo del piano o dormidos en algún sillón del Salón Blanco. Y los domingos, el recién comprado “campito” era la cita obligada de nuestro grupo. Asado, charla, pileta en verano, innumerables cafés, fútbol con los chicos. Y a la tardecita de regreso a casa, o a la sede, si es que aún nos daba el cuero…
Estas son las vivencias de una socia de más de veinte años, que vio crecer a sus hijos y nacer sus amistades dentro de él, y que gracias a él pudo compatibilizar su diversión con la de sus hijos y hacer del club el segundo hogar de la familia.
 MARÍA ROSA CHIERA

(Edición Nº 7: julio de 2005)

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