Foto: www.mercadodelprogreso.com.ar |
En la década del cincuenta (y
antes también), había un hermoso tranvía de dos pisos: el 1. Este medio de
transporte unía Floresta con Primera Junta y se lo llamaba como a aquella plaza
de nuestro barrio. Allí terminaban sus recorridos los diversos tranvías y/o
colectivos; algunos seguían hacia el “Centro” de la ciudad. Nunca entendí el
porqué de mi atracción hacia aquel medio de transporte, pero recuerdo que con
dos o tres añitos me fascinaba ir en el primer piso de aquel espectacular 1
(creo que traído de Inglaterra, y de color amarillo pálido). Cuando lo
retiraron, fue para mí algo tan inexplicable como triste. Años después íbamos al Dámaso
Centeno en el tranvía 5 de un solo piso… ¿Y saben cuál era su otra terminal?:
la estación de Ramón L. Falcón y Lacarra (donde mi madre me llevaba a tomar el
mentado 1). A veces, ya en los últimos años de secundaria, íbamos a esa parada
no sólo porque salía vacío, sino porque también lo hacían un par de chicos. Los
guardas, que en ese tiempo conocían a los estudiantes, nos dejaban subir y,
entre risas y miraditas picaronas, emprendíamos nuestro viaje bajando a veces
en la puerta del colegio, o sea sobre Rivadavia frente a la reja que oculta la
bajada del subte a Primera Junta. Mucho tiempo después supe que en aquella otra
terminal funcionó el “Olimpo”. Y tuve entonces la absoluta certeza que el
genocidio también mutiló nuestros hermosos recuerdos juveniles.
Para los que vivíamos en
Floresta, nuestro barrio de Caballito (Primera Junta) era una verdadera
panacea. Una de sus grandes ventajas era que contaba con el Mercado “Del
Progreso”, donde se compraban exquisiteces de todo tipo, accesibles a todos los
bolsillos. Para Dora en aquellos años era un rito llevar cosas de allí. Bajaba
del subte cuando venía de su trabajo, en el que permaneció por más de cuarenta
años, y se compraba alguna buena materia prima que diera rienda suelta a sus
dotes de excelente cocinera. Se confraternizaba con los “puesteros” y nunca
faltaban comedidos que gentilmente ayudaran con sus paquetes. No existían
supermercados ni celulares pero la comunicación estaba a la orden de día. Era
la época en que la gente se saludaba en nuestras calles barriales. “Cien barrios porteños… Cien barrios
metidos en mi corazón”, entonaba entonces Alberto Castillo. ¡Y nuestro
Caballito ya ocupaba un buen lugar en esos tiempos!
OLGA MALBER
(Edición
Nº 6: junio de 2005)
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