EL OFICIO DE LOS NIÑOS


Ahora los chicos no juegan a conducir coches sino a chocarlos. Si quisieran copiar a la realidad les bastaría con poner un camión entre el puré y la coca cola y decir: “no pasarán”. Al ver el mundo de los adultos, prefieren un amigo invisible, aunque igual se asustan con otro de no menos carácter: el cuco. ¡Aquí hay gato encerrado! No es que teman al cuco, sino que ellos sacan más provecho de un enemigo digno que de un amigo condescendiente. Pasa que con las primeras muecas entienden lo que es el teatro. Y con cualquier tipo de morisqueta, aprenden el oficio de actor. En su defecto, tardarán una vida para reconocer la realidad. Incluso cuando de grande pisen el teatro, se sentirán convocados más por la teatralidad que por sus temáticas.
Otro dato a tener en cuenta: el chico no sabe lo que es la mentira, tampoco sabe lo que es la verdad. Lo que sí sabe es que hay algo que los corrige, y que eso va desde la altura del dedo índice en alto hasta la palma más blanca de la cachetada. De este modo, los primeros pasos en el camino de la socialización los dan desde la prudencia. Dado que, si los mayores son caprichosos, severos, injustos, mejor hacer que le temen al cuco como aprendieron del teatro, que andar con la pala hasta las nueve de la noche.
A la hora de dormir al niño, se le canta y mucho. El niño que no es zonzo prefiere dormirse antes que seguir escuchando los arrullos. Después si por la mañana canta y pide música, será porque guarda la esperanza de que si le cantan durante el día, no lo harán a la noche. Igual, el niño cuando se quiere acordar, al repertorio lo habrán engrosado tanto, que no le quedará otra que olvidarse del silencio y pensar que el quedarse callado se lee como un signo de molestia ajena. A partir de ahí, ofrece sus servicios al adulto: un llanto por acá, me hice caca por allá, un grito por si las moscas. Igual, la duda le nace: ¿qué misterio tan sagrado guarda el silencio? Por creer en el misterio terminará de grande en la religión que mejor lo profese. Además, lo que sabe de Dios es por lo que evoca la madre al notificar el precio de los limones. Del otro, ni se inmuta, le es tan real como las mitocondrias.
Por último, los padres, que andan necesitados de afecto, querrán que se los tenga en cuenta hasta en la sopa onírica. Así es como los niños omiten contar sus secretos. Sospechan que de ese modo, llegarán a los cuarenta, no para soñar con el padre disfrazado del jefe de la oficina, sino con lo que ellos ya saben y bien callan.

DIEGO MARTÍN VARTABEDIAN

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