OTOÑO EN CABALLITO


Otoño en Caballito se presta a las largas caminatas por la tarde. Ocurre que en ellas se pueden descubrir las calles que pasan desapercibidas el resto del año. Los pasajes Ortega, Osaka o Portugal revelan sus recovecos secretos; sus empedrados, disimulados por capas añejas de asfalto, fueron testigo de los pasos perdidos de aquellos vecinos que ya no están.

El viento frío se mete furioso por Nicolás Repetto para encontrarse con el barullo de bocinas y motores que convierte a Rivadavia en un tremendo campo de batalla. La basura danza en la plazoleta de Primera Junta, a metros de la veleta que recuerda que el barrio tiene un nombre y una historia.

El silbido del tren aún se reconoce, a lo lejos, como de otro tiempo. Ya desde la madrugada las formaciones vienen repletas de gente que ven pasar Caballito detrás del vidrio empañado. Un dato más del largo viaje, otra estación que pasa. La señora espera en el cruce de Rojas con su bolsa de mimbre. El espíritu danzarín de Marco Antonio y su perro Tito le silban para que no deje de esperar el paso del Sarmiento.

La arbolada y señorial Pedro Goyena luce orgullosa los últimos petit hoteles que aún se salvan de la especulación inmobiliaria. De repente Hortiguera, como en un sueño, nos regala un paseo en el rejuvenecido tranvía. Directorio nos marca el límite de lo que es y no Caballito con una barrera móvil de autos.

Los domingos son de saludos cordiales y de diarios interminables. El almuerzo del mediodía y la visita obligada a la plaza. La modorra tira de nuevo a la cama, pero uno resiste y pasea por la quinta que alguna vez fue. Los perros con su correa, los niños con sus globos. Parece que, a veces, no cuesta tanto ser feliz.

Otoño en Caballito se presta a las largas caminatas por la tarde.

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