Cosas y figuras de otros veranos

“Andá a la esquina a comprar diez de hielo…”. En las primeras horas de la mañana era común el mandato materno que se repetía diariamente en los veranos de comienzos del siglo XX. El buen trozo de hielo que se adquiría por diez centavos en el almacén de comestibles y despacho de bebidas se envolvía en una arpillera humedecida y se acomodaba en el centro del tacho de lavar la ropa u otro de forma similar. Enseguida se lo rodeaba con botellas de vino y frascos conteniendo refrescos caseros, como ser agua con limón y café, o con vinagre y azúcar. Encima se ponían algunas frutas y finalmente se cubría todo con otra arpillera mojada. Realizada esta operación, se colocaba el tacho en el lugar más oscuro de la casa y allí se lo mantenía hasta la hora del almuerzo. Tratándose de botellas y porrones, y cuando la casa contaba con aljibe o pozo de balde, se ataban también los envases de una piola para mantenerlos frescos en agua hasta el momento de la ingesta. Tal era la “heladera” a la que forzosamente debía recurrir el vecindario que habitaba en los barrios suburbanos de aquellos tiempos.
Pasada la hora del almuerzo, la mayoría se entregaba al goce de la siesta larga. El vecindario de 1900 vivía sin prisas y sin inquietarse por el porvenir. Por eso aquellas siestas se alargaban hasta después de las cinco o las seis. Se dormía en los sótanos y en los zaguanes oscuros, a lo largo de los patios bajo el amparo de las parras reparadoras, teniendo a mano el porrón de barro. Pero nadie lo hacía a la sombra de la higuera porque, según la creencia, la planta producía mareos y dolores de cabeza. De algunas fábricas y talleres salían rumores sordos y por las calles no pasaba un alma, según lo dicho. Con la soledad el silencio se imponía y las pocas casas de comercio permanecían con las cortinas echadas, verdaderas barreras de junco contra los insectos y el sol. Durante unas horas no se escuchaba el machacar del herrador ni las máquinas de las chaqueteras y pantaloneras. El barrio dormía plácidamente mientras se insolaban los transeúntes del Centro. Y si alguna cigarra aparecía con su estridencia mortificante, no faltaban certeras piedras que desde lugares recónditos solían acertarle al pobre bicho…*
Fuente consultada:
“Recuerdos de Buenos Aires” (Ricardo M. Llanes)

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