Simona




Logramos vivir cuando se hace el silencio de un lapso que no es vida, es pasatiempo. Cinco de la tarde. Ella despeina su pelo hacia la derecha, sin hebillas, sin formas. Detiene el bondi con su mano en alto armando con el brazo extendido la geometría de un ángulo vivo. Se detiene y al subir el primer escalón (el jean esta bastante arrugado por sentarse como indio en el parque ayer) mira al colectivero y balbucea “ochenta”; medio mechón castaño disfraza sus ojos verdes: mano izquierda acomoda el cabello, mano derecha cuenta, ubica monedas y retira boleto. Alza la mirada. Alza la mirada y la ve. Jean descolorido por el uso, sweater de colores pero sin rombos, cabello castaño y ojos verdes. Ella desfila por el pasillo de miradas y de asientos. Él la sigue con sus ojos pegados en el rabillo, con presunto disimulo. Ahora pegan sus codos, y el frío del sweater, recién acariciado por el viento de julio, se templa con la temperatura del saco que ya estaba en viaje.
Mejillas sonrosadas no sólo por el calor, manos que sudan y sueñan caricias…
Media cuadra y un coro de bocinas enmudece de pronto: verde. Verde sus ojos, verdes mis labios aún inmaduros.
Una curva vuelca su cuerpo sobre el mío, mágica dinámica que nos deja inmóviles.
De mi lado la ventanilla, el sol se repliega en los bordes de su cartera y como lluvia se despedaza al pegar de lleno contra el hexágono de strass trucho que decora su muñeca.
Y ahora el tiempo los corre, la posta de llegar a donde nadie sabe dónde. Pregunta excusa: ¿tenés hora? Sonrisa perfecta, que se disimula en la imperfección de ser perfectamente humana (pensamientos atascan la mente y la voz… quieren gritar tanto, quieren, quieren…): si, si, son las cinco y veinticinco.(Cinco y veinticinco -mira boleto- ya pasaron treinta minutos, cuatro miradas y un millón de deseos).
Los colores del bondi y cuatro ruedas cortan la avenida de manera amenazante, números y mas números cuestas, el tintinear de un centenar de monedas, dos escalones que suben y dos que bajan y sin embargo dos escalones que son idénticos, dos dados (¡dos dados!; el azar al cuadrado) colgados en el parabrisas, espejos retrovisores que no dejan al atrás en el pasado (son mochilas que no se descargan después de cada viaje, es peso que se duplica para cada nuevo paso).
Un último semáforo. Rojo en la acera y verde en el alma que sacude a los sentidos y de ese coctel, de ese coctel, nace el deseo… Cuatro faroles se cruzan y el silencio se hizo ley, sentencia para quien quiere oír el repiquetear incesante de la maquina. ¡Engranajes que no funcionan a vapor! Consumado, con su amado deseo concretado.
Un libro viejo recupero hoy del corroer del polvo liviano. Paginas amarillas que no guardan números sino letras, aplastan un rectángulo blanco. Un número de sección impreso, una fecha, cinco de la tarde y el valor de un viaje­… 0,80.
El valor de un viaje. Cotizar en monedas es como pretender guardar el cielo en una botella y no en una mirada.ERICA FERREYRA

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