Foto: Pedro Patricio Torres, 2 de octubre de 2006.
Muchas veces los reencuentros son muy placenteros, otras veces son inesperados pero rara vez se da un encuentro imaginario de tal tenor y magnitud, que modifiquen las reglas de lo irreal y de lo virtual.
En mi barrio los históricos y característicos
lugares son cotidianamente admirados por cientos de vecinos, por eso cada
monumento, cada plaza son visitados por cada vez más cantidad de gente, sin
saber quizá el valor histórico con el que cuenta.
De muy chico uno de mis ídolos imaginarios para
juegos y demás era el Cid Campeador, quizá por una hermosa película vista en mi
infancia o por el colorido de los trajes que en épocas de cruzadas se
utilizaban. Quien sabe cuál fue el motivo de dicha admiración, que me ha
llevado hasta la actualidad a admirar de sobremanera el monumento ubicado en
las tradicionales diez esquinas.
Cada vez que paso a su lado pego un vistazo para ver
algo nuevo de su magia, encontrar algo distinto en su postura.
Una noche de las tantas y cálidas de verano, en uno
de mis recorridos habituales, noté como si el monumento tuviese movimiento.
Asombrado me dirigí al lugar, para corroborar dicha
ilusión óptica, no sin antes advertir que no estaba solo en dicho lugar. Una
señora de entrada edad leía algo de la placa que yace junto a su base.
Dirigí mi mirada al rostro del mágico caballero como
buscando una señal, pero mi corazón comenzó a palpitar aceleradamente al ver
que su ojo izquierdo producía un guiño complaciente.
Atónito, casi exaltado busque respuestas en la mujer
que me acompañaba, quien dirigió su mirada hacia mis ojos, como reflejando que
estaba poco cuerdo, emprendió una rápida huída.
Allí estábamos solos el y yo, el hierro frío y mis
constantes palpitaciones.
En el instante en que levanto mi cabeza, escucho su
voz ronca que dice:
-
Qué
tal amigo
-
Biieen,
respondí con un tembladeral en mi voz.
-
¿Sorprendido no? Preguntó el barbado
caballero
-
Sí mucho, contesté mientras miraba hacia
ambos lados.
-
Ayúdame a bajar de aquí, dijo el Cid.
-
¿Cómo? Pregunté.
-
Sostén esto. Arrojándome la pesada lanza.
-
Y esto, alcanzándome el pesado escudo.
-
Donde lo dejo, señor.
Mientras
el inmenso caballero de armadura tomaba contacto con el suelo.
-
No me digas señor, llámame por mi nombre
extendiendo la mano derecha para estrecharla en un saludo.
-
Encantado, joven. Soy Rodrigo, Don Rodrigo
Díaz de Vivar.
-
Encantado yo soy Eduardo Juan Quintana.
Estreché mi mano potentemente por miedo que todo sea un sueño y que el
caballero cruzado desaparezca.
-
Eres fuerte, eh. Dijo Don Rodrigo.
-
Si, le respondí cada vez más nervioso,
girando la cabeza para ver si alguien estaba contemplando semejante locura.
Pero
no, estábamos solos él y yo. El hombre de hierro que durante tantos años estuvo
en mi imaginación y en tantas guerras desatadas con mis soldaditos contra los
moros de juguete.
El y
yo, en una esquina que normalmente es un infierno de autos, ruidos y
transeúntes.
Don
Rodrigo acomodó la lanza, el escudo y parte de su armadura, junto a la base de
su monumento, la cual estaba pintada con leyendas en aerosol.
-
Mira Eduardo como han dejado el mármol con
estas escrituras.
-
Son los jóvenes de hoy Don Rodrigo, ellos
ya no velan por la historia, viven solamente el presente.
-
Que mundo, hijo. Este no es el mundo por
el que yo luché.
-
Que va a hacer Don Rodrigo, este es el
mundo en el que vivimos.
-
En el que vives. Aseveró con su voz ronca.
-
Eduardo, te invito a tomar un café.
Tomándome
con su mano derecha del hombro, rumbeamos hacia la tradicional pizzería “El
Destino”, ubicada en una de las diez esquinas, frente al mismísimo y vacío
monumento.
Al
entrar noté algo singular, la visitada confitería estaba completamente vacía,
solamente El Cid, yo y el mozo, que era ni más ni menos que Manolo un viejo
amigo de Don Rodrigo.
-
Que dices, Manolo. Expresó el Cid.
-
Como andas tu Rodrigo, exclamó el mozo
estrechándose en un interminable abrazo.
-
Bien, aquí junto al amigo Eduardo, a punto
de saborear uno de tus ricos café.
-
Marchen dos cafecitos especiales y
calentitos. Gritó el mozo demostrando su alegría ante la presencia de Don
Rodrigo.
-
¿De donde lo conoce a Manolo, Don Rodrigo?
Pregunté esperando quién sabe qué respuesta.
-
Este Manolo es como tú, un admirador
imaginario.
En ese
momento giré la cabeza hacia la gran avenida y mi sorpresa fue total pues no
pasaban autos, ni personas; tuve la imagen de una ciudad desierta.
-
Que os pasa Eduardo. Preguntó con ronca
voz el Caballero.
-
Nada, estoy asombrado que el barrio este
deshabitado. Contesté a su pregunta.
-
Es tu imaginación Quintana, te imaginas si
te vieran tomando un café nada menos que con el mismísimo Cid Campeador.
-
Me tomarían por loco, respondí.
-
Es por eso que tu imaginación no permite
que nos vean. Entiendes ahora Eduardo.
-
Mas o menos, Cid.
Ya mis
nervios iban desapareciendo y comencé a saborear el café especialmente
preparado por Manolo, para la ocasión.
El
casual encuentro abrió muchísimo mi mente para preguntar cosas de su época, que
gentilmente Don Rodrigo respondió. Y por sobre todas las cosas para admirar aún
más, la magnitud de la historia de mi barrio, Caballito.
Un
lugar hermoso lleno de mágicos recuerdos, de encuentros con un pasado lleno de
historia.
Allí
estábamos en una mesa de un bar, como dos amigos entrañables, contándonos
cosas, en mi caso sobre mi corta vida y en el suyo de una historia rica de
momentos valientes momentos, de heroicos episodios de un pasado cruel, pero
rico en anécdotas.
-
En que piensas, Eduardo. Preguntó como
preocupado el Cid.
-
En este grato momento, en las cosas que me
ha contado Don Rodrigo.
-
Mucha historia junta, ¿no?
-
No al contrario, me quedaría horas
escuchándolo Cid. Contesté con total agradecimiento.
Al
mirar el reloj de pared que adornaba la confitería, noté que se encontraba
detenido. Dirigí mi vista a mi reloj de pulsera y también lo encontré en la
misma hora.
Su
segundero no funcionaba, por lo tanto llamé a Manolo.
-
Disculpe, Manolo.
-
Sí amigo. Respondió el mozo.
-
Me puede decir la hora, por favor.
-
Como no, las ocho en punto; mejor dicho las
veinte horas exactas.
-
¿Cómo puede ser Don Rodrigo, hace más de
seis horas que entramos a la pizzería y el tiempo no pasó, ni un minuto?, pregunté
azorado.
-
Tu imaginación, hijo; deja volar tu
imaginación. Contestó el Caballero.
Y así
siguió la charla, amena, didáctica, placentera; con miles de anécdotas de su
parte y con miles de preguntas de la mía, con muchísimas conclusiones sobre la
historia de las cruzadas, el destierro impuesto por AlfonsoVI, la reconquista
de Valencia o las luchas contra Berenguer, el fratricida.
Historias
y más historias de este héroe castellano, que rondan lo increíble.
Historias
vivas contadas por quien ve a Caballito desde allá arriba, soportando lluvias y
rayos solares. Velando por los vecinos, como Caballero del barrio o esperando
repeler cualquier invasión foránea.
Mis
oídos sentían la miel de sus recuerdos, algunos gratos otros no tanto, algunos
reales otros mágicos, pero todos rondando lo heroico.
En un
momento Don Rodrigo interrumpió la charla y me realizó una invitación.
-
Eduardo, dijo; ya que amas tanto a tu
barrio, quieres que te lleve a dar un recorrido por él.
-
Sí encantado, Cid. Respondí gustoso.
Salimos
de la pizzería, no sin antes saludar efusivamente a Manolo, y emprendimos el
regreso rumbo al monumento.
De un
silbido llamó a su caballo, que mágicamente abandonó el pedestal y se dirigió
con paso cansino hacia nosotros.
Se
equipó con su armadura, tomó su lanza, su escudo y montó su caballo;
tendiéndome la mano izquierda para ayudarme a subir.
Y allí
estábamos otra vez él, yo y su famoso caballo; rumbo a descubrir mi mágico
barrio. Con la postura imaginaria de tener que reconquistar Caballito para los
vecinos.
Así
recorrimos ida y vuelta la vieja Avenida Parral, en la misma dirección en que
la transitaba el histórico y desaparecido Ferrocarril del Oeste. Ingresamos a
la estación de trenes por sus vías y nos dirigimos en dirección hacia el oeste.
Visitamos los viejos molinos; el estadio de Ferro, desde donde provenía el
incesante sonido de la bocina de una vieja locomotora a vapor, que saludaba
nuestro paso imaginario; hasta llegar a Donato Álvarez; desde donde retomamos
por la antigua y extensa Av. Rivadavia.
A la
altura de la salida al exterior del subterráneo, nos topamos con una formación
de la vieja línea “A” que hacía sonar sus chicharras, como queriendo participar
del recorrido.
Por
momento nuestro paso era ignorado por los demás y por momentos no. Las cosas
que hacían latente este viaje imaginario no eran personas físicas, sino viejos
emblemas de un barrio minado de historias y anécdotas. Rico de pasado y
presente.
Don
Rodrigo siguió su marcha pasando por la tradicional Plaza Primera Junta, desde
donde se escuchaba el relincho del caballito, que posa junto a la veleta que
giraba incesantemente, saludando el paso del guerrero castellano. Desde lo alto
Azcuénaga tendía su mano en señal de gratitud, mientras miles de palomas
giraban alrededor del héroe y su caballo.
Al
llegar a la altura de la vieja estructura de remodelado cine Moreno y desde su
interior, se escuchaban cientos de voces que entonaban un poema del Cantar del
Mío Cid. La tradicional esquina de Acoyte y Rivadavia, no tenía visitantes y
los negocios estaban cerrados, como un feriado nacional.
En el
Parque Rivadavia, Simón Bolívar realizaba piruetas con su caballo, festejando
la llegada del Caballero y mi llegada: el Libertador saludaba mi llegada.
Un
abrazo entre Bolívar y Rodrigo Díaz de Vivar, tal cual el abrazo de San Martín
y O`Higgins. Dos Libertadores, dos épocas y un solo objetivo velar por los
vecinos de Caballito; estrechados en un abrazo, un abrazo símbolo de libertad.
Un
abrazo símbolo, de un barrio símbolo.
Emprendimos
raudamente el regreso, como si el hechizo fuese a terminar.
Al
llegar al pedestal vacío, Don Rodrigo, descendió del caballo, ayudándome a
hacer lo propio. Una vez frente a frente me estreché en un interminable abrazo,
abrazo de amigo.
Sin
exclamar palabra, Don Rodrigo se elevó hasta el lomo de su caballo que volvió a
su posición habitual, esa que lo hace aún más majestuoso.
Desde
el llano, alcancé al Caballero su lanza y su escudo, sin antes decirle:
-
Gracias Don Rodrigo.
Desde
allá arriba, guiñó su ojo izquierdo en forma rápida pero cariñosa. En el mismo
momento que una pareja, justo a mi lado, admiraba su estampa.
El
semáforo daba paso a cientos de autos, que inundaban los oídos con sus ruidos
insoportables, los transeúntes cruzaban raudamente la avenida, y yo parado
frente al Cid.
La
pareja que estaba a mi lado, rozando la preocupación me preguntaron:
-
Te pasa algo.
-
No gracias. Respondí.
Comprendiendo
que jamás entenderían que me pasaba, que sentía en ese momento.
Para
qué explicarles, si la imaginación es mía, solamente mía.
Eran
las ocho y un minuto, mejor dicho las veinte horas y un minuto, en el Barrio de
Caballito. Histórico Barrio de Caballito. Mi Barrio.
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