Había una vez una señora muy
oronda que poco le importaba el mendigo que comía roedores. Un día algo le pasó
que lastimó su autoestima. Se puso tan mal que se quebró por dentro. Estaba como una potente ejecutiva vendiendo
sus zapatos al borde del abismo. Fue tal su desazón que un hombre modesto que
pasaba por allí, se le acercó y le ofreció sus propias sandalias. Atrás quedaba
su belleza por sus alas, sus zapatos divinos. Ahora se sentía como una polilla,
con unas sandalias inmundas y un malestar devastador. Sin embargo, el de las
sandalias le dijo: “Sé que te siente como
una polilla, la polilla te asusta porque come el telar de la vida, pero date
cuenta que también tiene la forma de la sacerdotisa, quien es la que incuba al
misterio. Si con tus zapatos de tacón antes podías llegar lejos, con estas
sandalias vas a poder subir alto. Además, donde asumiste un mandala ordenado,
no te percataste que su forma maciza algo tapaba. Haz entonces un pequeño tajo
sobre el mandala, mueve su arena para descubrir al universo detrás. De la mano
del universo, todo lo que sigue, aún en la noche, comparte por arriba la
claridad de las estrellas. Y por debajo, después de mucho andar, templada
estarás junto al reflejo circular de las aguas calmas. Confía no ha terminado
tu viaje. Ha empezado otro de mansa riqueza”. La señora tomó las sandalias,
agradeció y se fue.
DIEGO M. VARTABEDIAN
Imagen: Pablo Bonifacini
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