Pasada la hora del almuerzo, la
mayoría se entregaba al goce de la siesta larga. El motor y la mecánica, si
bien ya estaban en la ciudad, todavía no habían engranado mayormente en las
ruedas del progreso. El vecindario de 1900 vivía sin prisas y sin inquietarse
por el porvenir. Por eso aquellas siestas se alargaban hasta después de las 5 o
las 6. Se dormía en los sótanos y en los zaguanes oscuros, a lo largo de los
patios bajo el amparo de las parras reparadoras, teniendo a mano el porrón de
barro. Pero nadie lo hacía a la sombra de la higuera porque, según la creencia
de lo tradicional, la planta producía mareos y dolores de cabeza.
De algunas fábricas y talleres
salían rumores sordos y por las calles no pasaba un alma, según el dicho. Con
la soledad el silencio se imponía y las pocas casas de comercio permanecían con
las cortinas echadas, barreras de junco contra los insectos y lo tórrido del
sol. Durante unas horas no se escuchaba el machacar del herrador ni las
máquinas de las chaqueteras y pantaloneras que trabajaban para la Intendencia
de Guerra o los registros de la plaza. El barrio dormía debajo de la
abochornante potencia canicular que causaba numerosas insolaciones en los
transeúntes de los radios céntricos. Y si alguna cigarra aparecía con su
estridencia mortificante, no faltaban certeras piedras de los muchachos...
(...)
A la caída de la tarde se repetía
el movimiento en los almacenes y canchas de bochas en las que no faltaba la
nota amable de algunos sauces. Y por allí, doblando la esquina, se escuchaba la
esperada corneta del vendedor de helados, comercio ambulante que recién
aparecía con su carrito de mano cuyo conductor se destacaba por su guardapolvo
blanco. (...). Los helados de mayor consumo eran los de crema, frutilla,
chocolate y limón; y el hombre los liquidaba en un santiamén, pues no eran
pocas las tazas y platos que se le presentan...
*Fuente: “Recuerdos de Buenos Aires” (Ricardo M. Llanes).
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