Hace veinte años, el filósofo
José Pablo Feinmann nos hacía notar que la palabra “boludo” iba reemplazando de
a poco a la palaba “che” en nuestro habla popular. “Pareciera, la palabra
“boludo”, un reconocimiento (tal vez no consciente) del estado de las cosas, no
un agravio” decía en pleno cierre del ciclo menemista. Es decir que todos
vendríamos a ser un poco boludos: cada cual tenía un grado variable de
“boludez” en tanto argentino. Feinmann justificaba luego su tesis contando un
chiste que circulaba entonces: “Un tipo le dice a otro: “¿Sabés cómo le dicen a
Menem?” El otro tipo dice: “No”. El primero dice: “El rey de los boludos”. El
otro pregunta: “¿Por qué?”. El primero explica: “Porque él es el rey y nosotros
los boludos”.
Luego de dos décadas, la era de
la boludez se obstina en consolidarse. Ahora exacerbada con las redes sociales,
una herramienta útil que se suele emplear para desinformar y agraviar a las
personas. Donde prevalecen las apariencias y los guettos del pensamiento único
(si no te bancás al que piensa diferente, lo borrás y listo), y se escamotea la
corporalidad. Cada cual parece un pez en medio del océano (o un boludo en el
desierto), que apenas se entera de lo que le pasa al otro.
El primer paso para dejar de ser
“el país de los boludos” es registrar el sentir de nuestro semejante,
incorporar sus expectativas a las nuestras, e intentar proyectar un país en
común. Hasta tanto no logremos eso, sólo nos quedará por delante elegir al “rey
de los boludos”.
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Luis Marcelo Speranza