![]() |
Florida y Bartolomé Mitre en 1936 (Foto: Horacio Coppola) |
No hay duda de que en este nuestro Buenos
Aires rascacielesco y luminoso, nada, absolutamente nada ni nadie puede pasar
desapercibido. ¿Hemos, acaso, de considerar como virtud ese afán de ver y notar
más de lo que se debiera, más, muchísimo más de lo que permiten la corrección y
el buen gusto? Nosotros, los que vivimos en Buenos Aires, y nos sentimos,
empero, siempre extraños, siempre vigilados y en discordancia con los demás,
tenemos el derecho de hablar hoy, como porteños, francamente, de esa torpeza
rayana en lo ofensivo, que hiere, lastima y resta cordialidad a nuestra gran
ciudad que se precia de ser hospitalaria, y no suele serlo tanto como se dice…
Es una manía muy desagradable y muy porteña,
esa que consiste en censurar tácita y abiertamente, en observar agudamente con
el espíritu siempre dispuesto a la crítica mordaz, despectiva, hiriente.
En la calle, en el teatro, en la confitería,
en el cinematógrafo, doquier y por dondequiera, hemos de sentirnos observados
por multitud de pares de ojos escrutadores, plenos de censura muda, de reproche
inconciente, de ofensa silenciosa y gratuita, que cohíbe y mata la
espontaneidad del gesto y la actitud. Esa es una de las causas que han hecho de
Buenos Aires una ciudad fría, triste, huraña. Ese es uno de los motivos por los
que, a pesar de sus progresos de todo orden, Buenos Aires no logra reunir la
atracción y el encanto de las ciudades europeas y de América del Norte. La
libertad de circular libremente, de presentarse como se guste o como se pueda
en lugares de diversión o sitios públicos de reunión, no existe en nuestra capital,
y ello ha traído como consecuencia el retraimiento lógico que supone el tener
que desempeñarse siempre con timidez, con afectación, con el temor constante de
quedar en ridículo. Debemos ser, perennemente, para no desentonar, no ya
nosotros mismos, sino el personaje ficticio, afectado, irreal, creado por la
moda, por el hábito, por lo que “se usa”.
La opinión ajena es la que dirige y determina
los actos de la gran mayoría, y el terror al odioso y tiránico “qué dirán”,
coarta cualquier iniciativa franca, natural, espontánea. Buenos Aires podrá ser
bella, grandiosa, importante, pero no ha sabido crear ese ambiente expansivo,
cálido, cordial, que encanta, atrae y retiene.
No se goza aquí de la facultad de accionar,
de vestir, de manifestarse de acuerdo a las preferencias, antojos y gustos
personales. Se depende del molde común, de la forma exterior impuesta,
inalterable, infringible.
Cuesta decirlo, y duele comprobarlo: no somos
sencillos, afables, llanos. Somos los eternos “poseurs” intolerantes e intolerables,
que crean ese ambiente de estiramiento falto de indulgencia, del que trata uno
de evadirse en cuanto asoma la posibilidad de hacerlo. (…)
Es ridículo llegar a la conclusión de que en
una ciudad que se jacta de ser civilizada, deba primar la absurda preocupación
del vestir y la figura externa, en toda y en cualquier ocasión. (…)
Buenos Aires es una ciudad hosca y glacial,
turbulenta y sombría, porque nadie tiene el derecho de reírse, entusiasmarse o
conmoverse, si no es de acuerdo a las reglas establecidas de un
convencionalismo equis.
Desgraciadamente, esa severidad y esa falta
de tolerancia que rigen para las cosas intrascendentes, inofensivas, simples y
sin ninguna importancia, se muestran ausentes cuando se trata de cuestiones más
graves y de mucha mayor repercusión. (…) Pero comprendamos, tratemos de
comprender, cuánto daño nos hace nuestra desconcertante altanería, nuestro
desagradable y antipático hábito de sentirnos y mostrarnos siempre en pose.
¡Seamos naturales alguna vez! Seamos llanos, sencillos, asequibles,
indulgentes… Desechemos el gesto árido, la mirada lacerante, la sonrisa que
lastima… Seamos cordiales, comprensivos, acogedores… Tendremos entonces el
inmenso, incalculable placer de saber que somos agradables para los demás, y la
dulce satisfacción de no sentirnos tan solos, tan aislados en nuestra coraza de
hosquedad.
JULIETA D. ZAMORA
Publicado originalmente en la revista
Claridad Nº 338, agosto de 1939
Comentarios