- Tocala Chino, no podés ser tan morfón con
la pelota. Le grité
- Pará loco, que el único que sabe con el fulbo, soy yo.
Respondió el Chino
- No peleen che y vamos para adelante, que no podemos
perder contra estos muertos de la otra cuadra. Arengaba Patito.
Y era así;
finales son finales, y por más que vos ganes todos los partidos, si no ganás la
final, la historia cambia y el esfuerzo no sirve para nada.
Íbamos
perdiendo uno a cero, con una jugada tonta de Agapito, nuestro arquero, que
quiso salir jugando, la perdió y ellos rápidos, la mandaron a guardar.
Pero éramos
concientes que el partido no estaba perdido. Ellos no habían hecho nada por
ganar, sólo fue un error del Japo, pero lo podíamos revertir, porque faltaba
todo un tiempo.
Ya nos había
pasado con los pibes de Alberdi y lo dimos vuelta. Y en su cancha.
Después,
empatamos sobre la hora con los grandotes de Centenera y le ganamos por
penales. ¡Cómo atajó ese día Agapito, un fenómeno!
Nadie nos
había regalado nada, así que todavía había chances y si bien los de San Ireneo
eran buenos, jugábamos de local y conocíamos la cancha de memoria.
Salimos a
jugar el segundo tiempo como verdaderos leones, no nos podían parar, Pato hacía
firuletes, el Chino siempre una de más, Fabián Mazzei que era más chico, como
Eduardo, mordían por todos lados y yo cada vez que podía le metía un chutazo.
Pero no podíamos meterla, ni a palos.
A los diez
minutos, otra vez el Chino, se mandó una jugada más y lo tocaron adentro.
¡Penal, sí Penal!. Y yo le dije al Pato:
- Patealo vos, Patito y aseguralo.
Y el Pato
agarró la pelota, la acomodó y le pegó como él sabía. ¡Goool!.
Y una
montaña de amigos, arriba de nuestro mejor jugador, en un festejo loco.
No se nos
podía escapar. La final era nuestra.
Ellos ya
habían empezado con los reproches y a protestar cualquier jugada.
Fabián y
Eduardito, seguían taladrando tobillos. Los mordían por todos lados. No les
daban ni un centímetro. El Pato estaba inspirado. El Chino hacía de las suyas y
yo esperaba de líbero solo, para barrer todo.
Pero ellos
no llegaban; y si lo hacían tanto Japo (el aumentativo barrial de Agapito),
como yo, salvábamos las papas del fuego.
El tiempo
pasaba y el gol no llegaba, no queríamos ir a penales, porque el arquero de
ellos tenía una suerte terrible. Aunque Agapito, no se quedaba atrás.
Faltaban
cinco para el final y se seguían salvando. Fue ahí que decidí hacer la heroica.
En una
jugada de lateral, Eduardo le marcaba con la cabeza al Chino que se acercara,
porque no llegaba. Pero este forcejeaba con el marcador y como el Pato, nuestro
jugador estrella, estaba marcado, decidí picar por atrás.
Cuando
Eduardito Guaglianone se dio cuenta que yo estaba solo, sacó fuerzas no sé de
dónde y me puso la pelota acá, en el pecho; ahí la maté como venía y cuando me
salió el último defensor, le tiré una pared y lo dejé despatarrado en el piso.
Solo me
quedaba el arquero y allí me acordé de tantas cosas; recordé el potrero y su
triste conversión a una moderna Galería; de la parada del 180 y las largas
colas de gente, justo en la esquina de Guayaquil y Centenera, cuando Guayaquil
era mano para allá; me acordé de Don Avelino; de Don Pereyra; del Tranway; de
María Angélica, donde compraba las golosinas; del viejo del Colorado de la
vuelta al que le compraba los soldaditos y hasta me acordé del lechero. ¡Porque
en Guayaquil había lechero!.
Tantas
cosas pasaron por mi cabeza en ese par de segundos, que el arquero se me vino
al humo y yo al mejor estilo Kempes, la toqué suave, casi displicentemente.
Y la
pelota, suavemente fue dirigida al rincón izquierdo del arco que daba a
Calasanz, sin que el arquero pudiese hacer nada. Pero antes de ingresar se dio
el lujo de pegar en el árbol de refilón, rozar el cantero y entrar junto a la
pared.
Gol, que
digo gol, golazo y el festejo encima del Rastrojero de Don Avelino que estaba
estacionado junto el cordón.
Ellos
mascullaban bronca, ya estaban preparados para jugar los dos últimos minutos a
muerte. Pero nosotros ya nos sentíamos campeones.
Cuando iban
a mover; otra vez Hilda, la vecina, que nos echaba al grito de:
- Salgan de mi vereda. ¿Es que no tienen casa, ustedes…?
Y nosotros
festejando. Mientras los colectivos que pasaban por Guayaquil, tocaban bocina
saludando al Nuevo Campeón.
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