A muchos de los que nacimos a
fines de los años setenta nos rondó alguna vez por la cabeza la cuestión de la
identidad. Y no me refiero sólo al contexto que nos tocó vivir al nacer y su
potencial influencia en los hechos posteriores de nuestra existencia. Todas las
generaciones acarrean diversas marcas de origen y conviven con ellas hasta el
final de sus días. Pero la nuestra surge de otra que fue diezmada, y luego
demonizada o banalizada según quien narrara. Que entregó a varios de los
mejores artistas, políticos, pensadores y sindicalistas del siglo XX argentino.
Y que fue robada en lo más preciado que todos tenemos, que son los hijos. Los
cuales vivieron una vida diferente a la que hubiesen vivido bajo la tutela de
sus padres.
La posibilidad de no ser quien se
cree ser voló por la cabeza de muchos de quienes estamos por llegar a los
cuarenta. Consuma el crimen más perverso de los represores: aplacar la voluntad
de los hijos de los jóvenes de los setenta. Luego la sociedad de mercado siguió
en la misma senda, y logró que el deseo de comprar modele el espíritu de miles
de personas.
A cuatro décadas de la irrupción
de la Dictadura de la desaparición de personas y de la apropiación de niños,
debemos recuperar las utopías que nos permitan soñar con cambiar la sociedad
injusta que nos toca vivir. Sólo de esa forma podremos construir una nueva
identidad, necesariamente transgeneracional, que nos lleve a ser mejores cada
día.
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