Quería morir. Pero no morirme para tanto, morirme apenitas,
por un rato tal vez. Ni vacaciones ni fin de semana en la costa: un descanso
determinante con garantía de vuelta, con un regreso fresco, vivito y coleando.
Y entonces mentí. Unos días antes me di por muerto en todos los lugares a los
que concurría con densa cotidianidad. Escribí cartas firmadas por familiares
que ya no veo y no me importan tampoco:
“Lamentablemente Alejandro ya no volverá al trabajo, pues ha
muerto ayer por la tarde.
Atte:
El tío Julio”
Finiquitado, un fiambre, ilmortochi parla, se finite. Pero
como no me ando con chiquitas, la falsa muerte tenía que tener un escenario,
una puesta en escena, para que sea falsa pero digna. Después de todo la muerte
sólo iba a ser por un rato, y a la vuelta debía volver con la frente en alto,
nada de volver con la cabeza gacha después de semejante sacrificio. La soga la
colgué del techo y me la pasé por el cuello, flojita (no vaya a ser cosa qué).
La visita de La Huesuda no tenía que ser para tanto. Tenía que ser una muerte
pequeña, que me permitiera nacer de nuevo pero ya nacido en realidad, una
inmediatez, un golpe de muerte que de lugar a la vida (que sería un poco lo que
ya tenía pero con el abrazo del descanso eterno). Debajo de mí, la silla del
escritorio ya con los clavos que solían rechinar, ajustados. Todo debía darse
en las mejores condiciones para el paso a la mejor vida. Dejé sobre la mesa de
luz los libros que me hacían ver como un hombre interesante, novelas y
cuadernos de historia y por supuesto la cama tendida, por si era necesario que
alguien entrase a querer “rescatarme” y se le diera por hablar después con
algún amigo o vecino sobre el hombre de la muerte que no fue. Pero eso sí, si
alguien quisiera rescatarme, seguro que sería el del “B”, que la semana pasada
me había dicho “no, no, el que se muere
se muere para siempre Alejandro”, y que no le venga con esas tonterías, que
él no podía hacerse cargo. ¿Qué podía saber él sobre mis muertes, sobre los
cuerpos que habité desde siempre? Y ajusto el nudo del cuello para ya ir
terminando con la cuestión. ¿Acaso no me merecía yo también un descanso? Y
salto de la silla que al fin y al cabo no estaba tan ajustada, y muero después
de una lucha de puro instinto, y pienso, me imagino mientras tanto, en qué
cuerpo me tocará nacer esta vez.
QUIMEY FIGUEROA
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