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Foto: www.lapatriaenlinea.com |
En las últimas semanas anunciaron en Argentina, como
si fuera una gran noticia, la puesta en marcha del reactor de la
central nuclear de Atucha II. También dijeron que, junto a Atucha II y Atucha I
construirían otra central atómica en el mismo sitio. Las dos primeras fueron
contratadas con Siemens con esta curiosidad: Atucha I fue la primera central
atómica que hizo esa empresa, y la hizo fuera de Alemania, por si las cosas
salían mal. Atucha II es la última central atómica de Siemens, ya que la
empresa abandonó el cada vez más incierto negocio nuclear. Pero en vez de
preguntarse por qué esa gran multinacional no quería saber más nada con ese
tipo de energía, nuestras autoridades corrieron a buscar otro proveedor, y
encontraron una empresa china que la construirá.
Aún más desconcertante fue la liviandad con que se
informó de un acuerdo con el presidente ruso para hacer otra central atómica
más, esta vez en Mar del Plata. Tuvo que salir un profesor de la universidad
local para decir lo obvio: en Mar del Plata no hay ningún curso de agua dulce
que permita enfriar el agua del reactor. Es decir que una decisión de esa
envergadura no sólo se toma sin hacer ningún estudio científico previo. También
se toma sin siquiera mirar el mapa de la localización elegida.
En los últimos tiempos hemos discutido
reiteradamente los problemas vinculados con la deuda externa. Hemos dicho, y
con razón, que los contratos firmados con la banca internacional pueden
hipotecar a toda una generación, y hemos repetido nuestra indignación por ese
condicionamiento. ¿Cómo calificar, entonces, a una deuda que afectará a
nuestros descendientes para siempre?
Supongamos que tenemos suerte y no sufrimos
ningún desastre. Que nada se incendia, ni tiene fisuras, ni explota, ni sufre
un terremoto o un atentado terrorista. Que la vida útil de estas centrales
atómicas termina sin sobresaltos y se las cierra normalmente. A partir
de allí comienza la herencia que dejamos a nuestros descendientes, quienes
tendrán que ocuparse de la basura radiactiva que nosotros aceptamos que se
produjera. Estos proyectos nucleares significan energía para la generación
presente. Y dejan residuos radiactivos que representan una deuda para las
siguientes miles de generaciones.
Las estimaciones varían: los norteamericanos
piensan que habrá que ocuparse de esos residuos durante un millón de
años. Los finlandeses, menos optimistas sobre la supervivencia futura de
nuestra especie, se comprometen a atenderlos durante apenas cien mil años. ¿Cuánto
cuesta cuidar algo durante cien mil años? ¿Durante cuánto tiempo hay que vigilarlo? ¿A
partir de qué momento hay que esconderlo bien para que nadie lo pueda
encontrar? ¿Hay que protegerlo de una civilización tecnológica o de un retorno
a las cavernas después de la próxima glaciación, que ocurrirá dentro de unas
pocas decenas de miles de años? ¿Cómo hacer para dejar una advertencia para el
tiempo en que nuestros actuales idiomas se hayan extinguido? ¿De qué modo
evitar que excaven allí, buscando un tesoro escondido, como hacemos nosotros en
las Pirámides? ¿Hay que inventar mitos de miedo, que pervivan más allá de la
palabra escrita?
Estas preguntas de ciencia-ficción carecerían de
sentido si tuviéramos una opinión pública y una acción ciudadana sensata y dispuesta
a cuestionar la irracionalidad del negocio nuclear.
ANTONIO ELIO BRAILOVSKY
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