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Foto: http://arquitectos-italianos-buenos-aires.blogspot.com.ar/ |
Nuestra familia
se hizo socia del Club Italiano al comenzar el año 1984. Nos motivaba, más que
nada, la colonia de vacaciones para nuestros hijos. Tenía una excelente
reputación, y fuimos sometidos a una serie de entrevistas para finalmente ser
aceptados como socios en esa época. Lógicamente, la colonia tuvo que esperar
hasta el verano siguiente. Pero nosotros fuimos entusiastas concurrentes a la
sede social de la calle Rivadavia. Y allí comenzamos a tejer amistades que
todavía hoy perduran. Matrimonios con hijos de edades similares a las de los
nuestros fueron, en poco tiempo, compañeros inseparables de fines de semana y
días festivos del calendario. No nos perdíamos actividad que fuera de nuestro
interés. Nuestro segundo hogar nos albergaba desde los viernes por la tarde
hasta los domingos en la noche, y cada fin de semana se repetía la rutina que
todos ansiábamos.
Lo bueno del
club era que nos permitía a grandes y a chicos hacer actividades paralelamente,
sin por ello descuidar la unión familiar. Así, todos los viernes alrededor de
las siete de la tarde nuestra familia se instalaba en el club. Torneos de
bowling, cenas, interminables partidos de truco, y charla y café para los
grandes; fútbol, mancha, escondidas, guerras galácticas, cenas, muchas
gaseosas, alguna que otra pelea, alguna que otra trompada, para los chicos.
Y todo esto en
el marco de contención que brindaba el club y todos sus colaboradores, algunos
de ellos hoy fallecidos, pero imborrables en la memoria de todos. Travesuras
interminables que eran soportadas por estos estoicos trabajadores, algún que
otro reto para los padres de parte de algún miembro de la Comisión Directiva,
y la alegría y el bienestar que proporcionaba la institución siempre presente.
Como decía,
nuestro fin de semana comenzaba el viernes por la noche, hasta bien entrada la
madrugada. Seguía el sábado a partir de las cinco de la tarde y muchas veces se
prolongaba hasta que el sol ya había asomado completamente en el pedacito de
patio que se veía desde el Salón de Cartas. Recuerdo que en cierta oportunidad,
cuando decidimos que ya estábamos cansados de jugar y charlar, y emprendimos la
retirada alrededor de las cuatro de la madrugada (todavía de noche), la hijita
de una integrante del grupo preguntó: ¿por qué nos vamos si todavía es de
noche? Y también recuerdo las noches en las que nos sorprendía una tormenta
terrible y la avenida Rivadavia se inundaba en todo su ancho, y el agua se
escurría de la escalinata del Parque Rivadavia, semejando las Cataratas del
Iguazú, y entonces los “maridos” iban a buscar los autos estacionados en las
inmediaciones y para que “las mujeres y los niños” no nos mojáramos, subían las
máquinas a la vereda y estacionaban en la puerta del club. Ante la mirada
atónita de los pocos transeúntes que circulaban a esas horas… Y recuerdo
también las veces en las que buscábamos desesperadamente a los chicos porque
hacía tiempo que no se nos acercaban “a pedir plata”, y los encontrábamos
jugando debajo del piano o dormidos en algún sillón del Salón Blanco. Y los
domingos, el recién comprado “campito” era la cita obligada de nuestro grupo.
Asado, charla, pileta en verano, innumerables cafés, fútbol con los chicos. Y a
la tardecita de regreso a casa, o a la sede, si es que aún nos daba el cuero…
Estas son las
vivencias de una socia de más de veinte años, que vio crecer a sus hijos y
nacer sus amistades dentro de él, y que gracias a él pudo compatibilizar su
diversión con la de sus hijos y hacer del club el segundo hogar de la familia.
MARÍA
ROSA CHIERA
(Edición Nº 7: julio de 2005)
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