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Fue
en ese estar arriba de una compañía que no era la de la música, con más timbre
que tempo, cuando él se acercó a mí. “Te cuento de la murga porque no quiero
perderla. Bueno, estaba el de la lamparita en la boca, el de los zancos, el
gordo Bonifacio…”. “¿Quién es el gordo Bonifacio?”, pregunté. “Fue quien en su
primer matanza bailó con el chileno. El chileno venía de la de Boedo, con menos
técnica que la nuestra. Las dos murgas estaban hechas de burlas y de faltas.
Para nosotros, el no tener barrio, el ser como judíos, siempre fue nuestro
estigma. Y los de Boedo, en cambio, ¡cuánto se jactaban de su pertenencia al
barrio! Esta no era la única diferencia, claro que no. Nosotros perseguíamos en
las palmas de un coreógrafo la mecánica más pulcra, nosotros llenábamos el
teatro de la calle Corrientes, cuando no la paqueta Florida. Ellos contentos
con las plazas, nosotros teníamos función doble en carnaval. Para ellos Dios
era el carnaval y no había otra vida que la vida de su murga.
Te
voy a contar: una vez, el chileno de la murga de Boedo se fue a la taberna a
encontrarse con uno de los nuestros: el gordo Bonifacio. Bonifacio salía con la
murguerita de Avellaneda, esa que se conoció en las reuniones de domingo. Que
le sacó unas galletitas, el teléfono, la pollera por último. La murguerita era
una petisita tan linda que el chileno de Boedo, ni bien la vio, se agarró una
de calenturas a tal punto que se le tiró justo delante del gordo. Pobre gordo,
que no anduvo con vueltas, lo miró al chileno con desprecio y le dijo “en la
calle arreglamos”.
Bastó
la declamación para que un tropel de malandras, chusmas y mercachifles salieran
antes que ellos y formaran un círculo como ofreciendo un ring. Se adentraron
los dos en el círculo y la murguerita que no quería que corriera sangre en esos
duelos, empezó con los aplausos para que otros hicieran lo mismo. Poco a poco
las trompadas empezaron, y el chileno ya con la mandíbula en sangre lo agarró
al gordo con una llave inglesa que casi lo ahorca. Los aplausos de la
murguerita seguían, hasta que poco a poco todo el círculo armó una propia
batucada. Palmas allá, palmas acá, alguien que golpeaba un tacho de basura,
otros las chapas de algunos coches. Había quienes hacían ruido con una botella.
No sé si fue casualidad o qué, pero el gordo me juró que se logró el sonido
básico que toda murga siempre reza. Y fue en ese momento cuando el chileno lo
soltó al gordo y se puso a bailar, se puso a mover los pies, a sacudir las
manos, a encontrarse con su Dios, con su patria, con su esencia. El gordo en
ese momento se sintió derrotado, no corporalmente sino musicalmente. Según él,
como murguero no pudo concebir el corazón de la murga.
Y es
verdad que aprovechó la dispersión del chileno para darle un piñón que le bajó
todos los dientes; pero es mentira que el chileno dejó de bailar. Aún derrotado
estaba venciendo a la muerte porque todavía bailaba. Recién ahí, la murga
Quitapenas, representada en el gordo, empezó a bailar, recién tras la victoria.
¡Qué triste acto para aquellos que solo festejan las victorias! En cambio, la de
Boedo, derrotada, bailaba porque era murga de esclavos, de opresiones, era de
la murga la murga. Yo que soy Quitapenas siempre que cuento la historia guardo
el deseo de ser de Boedo. No puedo creer que el gordo haya festejado semejante
bochorno. El chileno murió hace no más de dos años pero mirá cómo lo siento tan
mío, que me adentré los otros días en las oscuras calles de Boedo para recordar
con nostalgia la alegría de su murga.
Por
eso, pibe, yo creo que todos podemos intentar ser felices pero hay otros que no
lo intentan, lo son en su naturaleza. Te confieso, ahora que mi vida está
derecha, pese al pelo, me reconozco en Boedo, porque íntimamente, no siento del
látigo sino sólo el tempo de su blandir. Y te digo más, acá con los desmanes
del trabajo basta que recuerde al chileno de Boedo. Para serte franco, mi
iniciación dice que mi sangre es color murga.
Y hoy
que todo es pasado, aún en mis horas más desconcertantes bailo. Soy quien desde
lejos oye los compases de mi gesta. Estoy atrapado en los bordes de los días,
después de todo, ellos son mi única Matanza; y las palabras, indefectiblemente,
toda mi ordalía. Si querés saber de mí, preguntale a mis penas, quitarlas es
desnaturalizarme. Payaso Pierrot, un brindis no se le niega a nadie”.
DIEGO MARTÍN VARTABEDIAN
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