NO, susurraron las mujeres con la sonrisa
cómplice en los labios. NO, mientras molían el maíz en los morteros, y esa era
una negación positiva, triunfal: un “no” como afirmación. Una decisión
inapelable que bullía dentro del cuerpo con un cosquilleo que ya se habían
olvidado de sentir. Un “no” que las volvía a la vida y se la daba a todo su
pueblo. Un pueblo que no era ese mendrugo de carne, tendones y huesos que había
sido arriado hasta las orillas de ese río color tierra.
El verdadero, el único, quedó a interminables
soles y lunas de distancia; en ese valle entre montañas, donde cultivaban la
papa, el maíz, la algarroba, mientras miraban pasearse a las señoriales llamas.
Allí habitaban las casas de piedras, amplias
como sus corazones, bulliciosas, con venas que las unían entre sí como un
hormiguero gigante. Corrales de pircas y canales de aguas cristalinas domadas a
pura roca, para calmar la sed de la tierra que siempre agradecía con sus
frutos. Y cementerio donde vivían los que habían dejado el trajín de los
hogares dándole lugar a los nuevos que llegaban. Un sabio equilibrio de la
vida: crecían los habitantes de las casas y crecían los del cementerio. Ellos,
junto al agua, los frutos de la madre tierra, las llamas, el sol y la luna,
eran la vida del valle: solo podían subsistir juntos. Un pueblo generoso y
aguerrido que una y cien veces rechazó al invasor; que probó que sus flechas
podían hundirse en esas carnes pálidas. El invasor que con insistencia volvió con
más armas, con sus ojos de fuego y su Dios asesino, y que un día, el del final,
pudo vencer. Entonces comenzó la gran marcha; el arreo de quienes habían dejado
de ser, porque ya no vivían ni en las casas de piedras ni en los cementerios.
Una hilera de muertos que se arrastraron durante interminables soles
abrasadores e interminables lunas de hielo. Solo un puñado de carne, tendones y
huesos llegó a ese lugar chato, gris, sucio, a orillas del río color tierra.
La palabra se ocultó en un hueco del pecho.
Los labios endurecieron… Hasta ese día, cuando un cosquilleo recorrió los
cuerpos de las mujeres, arrastró la palabra del hueco del pecho, despertó a la
lengua y le dio movimiento a los labios para regalarle al aire ese NO. Ese NO
de mujer, inapelable, triunfal. Ese NO que los hombres aceptaron con un rictus
de vida en sus labios, cuando ellas a la hora del amor abrieron sus almas...
pero cerraron sus piernas.
Los Quilmes decidieron no procrear más. Así
vencieron a los conquistadores porque siguieron vivos. De haber crecido en ese
lugar hubieran muerto porque no serían ellos. Pero nada quedó de Los Quilmes a
orillas de ese río; solo un nombre hueco, frío, que se derrama hasta
desaparecer como la espuma de la cerveza.
Allá en los Valles Calchaquíes viven vencedores
en la memoria de las piedras.
PABLO MARRERO
*Este texto
forma parte del libro “La Historia a puro cuento”
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